miércoles, 31 de enero de 2007

Animales raros: el acocil

Los fines de semana me llevaban al rancho. Me gustaba andar solo por los campos y la presa, el olor del estiércol, ver a los animales y comer zanahorias de la tierra, un poco mordidas por conejos. Había un canal de riego. No eran peces lo que se movía en el fondo, más abajo del nivel donde nadaban unas como lentejas grandes con remos. Al meter la mano para atraparlos, brincaban como pulgas y dejaban una nubecita de sedimento. Me parecieron camarones vivos de de tres centímetros, de color café, pero no lo creía, y estaba asombrado. Aprendí que si sumergía un vaso detrás de ellos y acercaba la mano por delante, solitos se metían al vaso; luego los metía en un bote. Uno brincó y se zarandeó en el pasto, tuve que tapar el bote. Había algo de repulsivo en el tacto de su exoesqueleto, en las cosquillas de sus patitas en mi mano, en sus tenazas minúsculas. Me dijeron que se llamaban acociles y se podían comer en taco.
Me llevé tres a la casa, los lavé y los metí en la pecera. Aprendieron rápido a ahuyentar a los peces, que se les acercaban con curiosidad cautelosa para besarlos. Me quedaba mirándolos. Un día llegué y vi uno muerto, blanco, despedazado; un cíclido mordisqueaba los despojos: pensé que se lo había comido. Me dio coraje, me imaginé pegándole al pez con el dedo, y él viéndome sin comprender el dolor ni por qué le pegaba con ojos de pez. Faltaban uno más, pero no había cadáver.
Al otro día, uno estaba como retorcido, estrellándose contra todo con sus brincos de pulga, como yo cuando me descalabraba y me ponía a patalear. Otra vez el maldito cíclido. Yo escuchaba el ruido de las piedritas azules estrellándose con el vidrio, otra vez me dio coraje. Pero entonces vi que había uno, dos, tres acociles vivos, y también estaba lo que quedaba del muerto. Imposible que se me haya colado uno: los lavé y eché uno a la vez. Nada de ese tamaño se reproduce tan rápido. El acocil seguía brincando, hasta que llegó a una especie de clímax y se perdió en una nube de piedritas, sedimento y lombrices de caca. La nube se asentó, y en el centro apareció un crustáceo flamante. Debajo de él, una carcasa de quitina blancuzca. Busqué a los otros acociles: otra vez faltaba uno. Se esconden uno o dos días y luego salen a cambiar de piel.