lunes, 31 de julio de 2006

Turismo: Ciudad de México I

Después de cierto tiempo en que se vive en una ciudad diferente a la natal, regresar a ella es una experiencia extraña. La costumbre hace imposible decir "estoy en casa", por mucho que se conozcan las calles, idiosincrasias, curiosidades y peligros del lugar. Además, siempre hay pequeños cambios que lo ponen a uno a reflexionar: algún edificio nuevo, la desaparición de un parque de diversiones o la aparición de un casino (un auténtico casino de blackjack y ruleta, no una lotería pequeñoburguesa como las que recientemente se han instalado en diferentes puntos del país) en lugares por los que en tiempos vagábamos tratando de esconder el acné. Esta clase de visita se convierte en un frankenstain con partes de rutina, recuerdos, visita familiar, reunión con los amigos y, desde luego, turismo, si la ciudad o pueblo resulta ser un punto a propósito.
Apenas me bajé del camión en la famosa central camionera Tapo (palabra un tanto escatológica que nunca me ha gustado), corrí hacia el túnel del Metro, que se abre justo frente a la central, pero corrí no por prisa, sino por la primera diferencia con la ciudad en la que vivo ahora, algo a lo que ya estaba acostumbrado cuando vivía por allá: el hedor de la lluvia de México. Al día siguiente caminé algo así como media hora bajo esa lluvia acidulada y me sorprendí de lo rápido que se acostumbra uno cuando no le queda remedio, pero eso no viene al caso en este momento. Una anécdota del metro: cuando vivía allá y salía de vacaciones, me regocijaba por la facilidad con la que las habitantes de otras ciudades sonreían o daban otras muestras de coquetería, en contraste con la indiferencia de las chilangas; ahora bien, llevaba apenas unos metros recorridos, buscando la taquilla, cuando una nena de sudadera gris con capucha puesta y unos veinte años me sostuvo la mirada impertinente, y hasta el ojo me cerró. Después de sonreír, ya torpemente a destiempo, recordé que por acá ya nadie me sonríe ni me cierra el ojo cuando voy por la calle, lo que me llevó inevitablemente a teorizar sobre una hipotética "aura turística" que deberé someter a experimentación apenas tenga oportunidad. El investigador interesado podrá intentar esa comprobación por su cuenta y obtener algo más que erudición.
El metro, como siempre: los andenes, la gente, los vendedores, la puerta que se empieza a cerrar antes que termina de abrir, los empujones, las escaleras de piedra durísima con los filos de los escalones ya suavizados luego de treinta y tantos años de uso; dentro de otros treinta en vez de escaleras habrá rampas. En cierto momento, una criatura greñuda y reptante se acercó con un trapito en la mano: quería limpiar mis huaraches a cambio de una moneda. No voy a hacer apologías ni hablar de mi carácter, piense usted lo que quiera, pero en vez de moneda le di un empujón con el pie.
Mi primer destino fue hacer cierto trámite en una universidad que está por Reforma e Insurgentes. Con tiempo de sobra, llamé a un amigo que trabaja precisamente por esta zona, nos encontramos frente a la glorieta de Colón y quedamos de reencontrarnos a las ocho para ir a una fiesta. Mientras tanto, para matar el tiempo, me dirigí hacia el centro, donde esperaba comprar unas películas que faltan en mi ya de por sí magra colección. El lugar indicado, supuse, sería el Eje Central, por la cercanía y la conveniencia, pero pronto descubrí que no hay muchas versiones piráticas de "Pulp Fiction" ni "Waking Life", que no son tan extrañas, aunque sí en relación con "Era de Hielo" o "Rápido y Resbaloso". Terminé metiéndome al Sótano, gasté más de lo que tenía pensado para todo el fin de semana, y ya entrado en reflexiones sobre la cultura como producto de consumo y el mercado como creador de identidades, decidí entrar al Palacio de Bellas Artes, lugar donde nunca había estado antes, para sentirme todavía más cultural. A esa hora ya estaba todo cerrado, pero aproveché para deambular un poco y llevar una experiencia más a la tumba.
El tiempo murió, me encontré con mi amigo y tomamos otra vez el metro. La misión era ir por el auto a Naucalpan y regresar para la fiesta. Se hizo al pie de la letra, sin más sucesos que tengan que ver con el turismo, aunque quiero decir que recuperé mi copia de "The Acid House", no por alguna extravagante relación de ese filme con el turismo, sino simplemente porque tenía años en poder de mi amigo y me da mucho gusto haberla recuperado.
La fiesta fue en una casa antígua de la colonia Roma, cerca de la estación Sonora del Metrobús. La casa era bastante grande, tenía cuatro pisos y un patio interior. (En el Centro todas estas casas se han convertido en vecindades, pero ésta no estaba habitada
más que por un sujeto, y eso de manera ocasional, que hacía esta fiesta para poder arreglar su auto: un cavalier blanco y medio viejo que estaba estacionado afuera, con un ingenioso sistema impermeable de bolsas de basura y masking tape para evitar la entrada de la lluvia por los dobleces acordeónicos del cofre chocado). Estaba casi toda vacía de muebles, tenía pisos de madera crujiente, unas pocas tablas arrumbadas, polvo, montones de cuartos, sin luz de la tercera planta para arriba, todo muy en orden a pesar del incipiente abandono. La fiesta consistía en un cuarto (que debió ser una sala señorial) acondicionado con unas bancas alargadas y un par de sillones rojos de 1980, una batería, un poco de equipo para mezclar, cervezas a $15.00 y un par de focos morados en el techo. No por los elementos, que eran suficientes, la fiesta resultó un enorme fracaso y terminó a la una y media. Personalmente, me pasé un buen rato, tanto estando en la fiesta como explorando la casa. Subí y bajé escaleras muy delgadas, miré el cielo amarillento desde el patio interior, di con la azotea y unos cuartos siniestros, abrí puertas a épocas remotas y en el balcón del tercer piso me encontré con una impresionante planta de marihuana. Otros expedicionarios reportaron los mismos encuentros pero nadie arrancó una sola hoja, para tranquilidad del anfitrión.
Desde que salí de Bellas Artes y compré pelotitas de goma para las niñas, mi visita a la Ciudad de México dejó de ser propiamente turística y predominaron las otras partes, así que, improbable lector que has llegado hasta acá, no esperes una entrada Ciudad de México II, porque no la habrá.

viernes, 21 de julio de 2006

Animales raros: el ajolote

Es una forma larvaria de cierto anfibio que habita algunos lagos cercanos a la Ciudad de México, aunque sólo unas pocas personas saben dónde encontrarlo. Su piel es lisa y pegajosa, tiene branquias, membranas entre los dedos y su cola hace de aleta caudal, como pez; regenera partes perdidas del cuerpo. He encontrado dos o tres nombres latinos, nomenclatura científica, pero el ajolote es un animal azteca: su nombre significa monstruo o perro de agua en náhuatl. Cortázar tiene un cuento sobre los axólotl. Su forma adulta recibe el nombre de salamandra; la metamorfosis fue observada "por primera vez" en París en 1865. El ajolote se alimenta de animales más pequeños como gusanos e insectos; los antiguos xochimilcas lo comían en tamal y se puede encontrar jarabes vitamínicos o contra la tos a base de ajolote en la medicina tradicional, aunque su efectividad no ha sido comprobada científicamente. Los criadores han conseguido hasta quince colores de ajolote en los acuarios. Sus huevos son transparentes: se puede ver por completo el desarrollo del embrión.
No todos los ajolotes llegan a salamandra; llegan a la edad reproductiva en estado larvario, lo que se conoce como neotenia. Se ha dado una explicación (probablemente en París) que incluye la deficiencia de yodo en el agua y la glándula tiroides, pero algunos ajolotes se convierten en salamandra en aguas en que otros no. También se sabe que si el nivel de agua del estanque baja, los ajolotes comienzan a transformarse.